Martes, 10 de mayo de 2011.

La década de los ochenta del siglo pasado fue trascendental para la socialdemocracia europea y los cambios en sus principales representantes dieron mucho que hablar. En el Reino Unido fue una revolución derechista la que hizo añicos las premisas esenciales de los acuerdos de la posguerra, mientras que en Francia las matrices políticas se rompieron por la revitalización y transformación de la izquierda no comunista. En esta tesitura llegaron los comicios presidenciales de 1981 en cuya segunda vuelta François Mitterrand se convirtió en el primer jefe de Estado socialista elegido directamente en Europa. Con la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional sus correligionarios controlaron por completo el país. Volvía la posibilidad de hacer una nueva revolución y los socialistas radicales así lo contemplaron, en mayor medida si cabe al ser la primera vez que ejercían el poder sin socio alguno. Por ello, el 10 de mayo de 1981 se inició una fase de la historia francesa en la que un programa ambicioso y radical asentado en numerosas reformas sociales, nacionalizaciones generalizadas y espectrales medidas anticapitalistas, quiso transformar la nación. De todo lo que entonces se pretendió hacer cabe quedarse con las primeras, ya que la vorágine de nacionalizaciones que en aquella década recorrió Europa más que razones de ideario y convencimiento se explican sencillamente por el pragmatismo de enfrentarse a los imparables cambios tecnológicos y a la necesidad económica a corto plazo de los diferentes gobiernos occidentales que, además, les permitió deshacerse de industrias y servicios deficitarios.
La UE nacida al amparo ideológico de la socialdemocracia europea bebió, y aún lo hace aunque en menor medida, de las consignas del ‘Estado del bienestar’ que ésta fue capaz de crear. La figura de Mitterrand, con todas sus carencias y decepciones, y su credo, simbolizan una Unión social mimetizada por las consignas del mencionado Estado del bienestar. La conexión es clara y refleja la línea que iniciaron los padres fundadores del proyecto europeo. La crisis económica que recorre el mundo desde 2008 y sus perniciosas consecuencias han golpeado duramente la coraza, ya de por sí agrietada por otros muchos problemas, de la Unión y ha llevado al punto de ebullición las peores consignas identitarias y xenófobas de los grupos de ultraderecha que campan a sus anchas por las instituciones comunitarias y que cada vez son más importantes en sus respectivos países. Claro que los enemigos del proyecto europeo no son solo estos ya que a ellos se suman los países díscolos, las desesperanzas acríticas izquierdistas y los propios comportamientos de sus representantes, todos ellos cánceres que deben ser extirpados.
Los acontecimientos de los países árabes y las consecuencias que tienen respecto al fenómeno migratorio han recuperado su protagonismo informativo al incrementar la presión en las fronteras de la Unión. Fenómeno estructural ligado a la globalización, la inmigración, al igual que otros muchos fenómenos, tiene dos caras, la legal y la ilegal, que en no pocas ocasiones se mezclan de manera interesada. La llegada masiva de libios y tunecinos a la isla de Lampedusa y el conflicto que sus desplazamientos ha generado entre Francia e Italia ‘obligó’ a la Comisión Europea a aceptar la posibilidad de que se puedan hacer, temporal y excepcionalmente, controles limitados en las fronteras interiores del Espacio Schengen’ (Acuerdo de Schengen, 1985), siempre bajo su supervisión. La debilidad de la Comisión, y de la propia Unión, frente a algunos de sus miembros es una triste realidad que se manifiesta cíclicamente. Claro que hasta ahora eran más fuegos de artificio que realidades. La decisión de la Comisión ha cambiado la tendencia a pesar, o quizás por ello, de que sus representantes no cesen en justificar la excepcionalidad de la medida. Cuando se abre un resquicio a la desigualdad la fractura no deja de aumentar y los líderes de la Unión debieran saberlo. ¿O quizás lo saben y es que no se atreven a realizar su trabajo? ¿Qué ocurrirá si los 29 países que forman parte del espacio Schengen deciden utilizar esta interesada ‘excepción’? ¿Cómo se determinará si una oleada de inmigrantes es lo suficientemente grande para llevar a cabo la medida? ¿Quién decidirá la reintroducción de los controles fronterizos? Hasta ahora las únicas circunstancias singulares que se contemplaban para ello eran los grandes acontecimientos deportivos o las amenazas para el orden público. La Unión tendrá que concretar la decisión de la Comisión en la legislación para que no se inutilice definitivamente el engranaje del Acuerdo. La Cumbre Extraordinaria de ministros de interior que se celebra esta semana puede clarificar la cuestión y la función de la Agencia Europea para la gestión de la cooperación operativa en las fronteras exteriores de los Estados miembros de la UE creada en 2004 (Frontex).
Europa necesita encontrar su identidad y un verdadero modelo social alternativo en el que los derechos y deberes ciudadanos estén por encima de los intereses de la propia concepción del proyecto. Paradójicamente, la Unión de las últimas décadas del siglo pasado caminaba hacia ese fin, mientras que la de 2011, a pesar de los avances, es la del egoísmo nacional y la inoperancia institucional. El problema de la inmigración extracomunitaria es difícil de solucionar y las dificultades que ésta genera en la construcción de una identidad europea es una realidad que no se debe negar, pero el espíritu de la UE debe sobreponerse a ellos. Si no es así, finiquitemos el proyecto.

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