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El anterior gobierno dejó pendiente la decisión sobre el Valle de los Caídos. Foto: Efe

Memoria histórica: el PSOE apenas avanzó, el PP frena en seco

Si la ley de memoria de 2007 fue una frustración, peor fue su desarrollo lento e incompleto por parte del gobierno Zapatero. La llegada del PP ha supuesto una vía muerta, una derogación de facto de la ley y un freno a las políticas de memoria histórica.

Luces y sombras de la ley de 2007
La ley de memoria histórica nació atrapada entre dos almas. De un lado, por la voluntad de reconocer los principios, derechos y valores por los que fueron reprimidos quienes los defendieron; de otro, por la intención de no romper el marco de la transición legitimador del sistema constitucional. De la primera destaca la condena explícita al franquismo contenida en la exposición de motivos de la ley. Una condena que es la primera que se produce de forma clara e indubitada por el parlamento español. Antes, a lo máximo que se había llegado fue el 20 de noviembre de 2002, cuando la Comisión constitucional del Congreso -no el pleno- aprobó una proposición no de ley por la que condenaba el uso de «la violencia con la finalidad de imponer convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos». Hubo que esperar, pues, hasta 2007 para que una condena expresa -que en 2006 sí hicieron el Consejo de Europa y el Parlamento Europeo- se aprobara en la sede de la soberanía popular.
“La ley de 2007 nació presa de la voluntad de mantener el espíritu de la transición, en la equidistancia con que el legislador rechaza la nulida de las sentencias franquistas”
Pero en muchos de sus puntos la ley es presa de la voluntad de mantener el espíritu de la transición y sus bases legitimadoras. Entre ellas, la tesis de la equidistancia, que se manifiesta en el rechazo del legislador a declarar nulas las sentencias y resoluciones dictadas en consejos de guerra y órganos judiciales franquistas guiados por razones políticas y en flagrante vulneración del derecho a un juicio justo. Si bien la ley de memoria histórica califica de injustas a estas sentencias y de ilegítimos a los órganos que las dictaron, tales calificativos responden tan solo a un reproche moral y político, pero sin consecuencia jurídica alguna. Para marcar claramente la distancia entre la democracia y la dictadura -y, de paso, reparar la dignidad de quienes sufrieron sus efectos-, el legislador debía haber decretado la nulidad de estas sentencias.
Del mismo modo que el texto legal se queda corto a la hora de abordar el tema de los símbolos franquistas presentes en plazas, calles y edificios oficiales. La ley ordena a las administraciones competentes no retirar, sino adoptar las medidas necesarias para la retirada de esos símbolos. De la ineficacia de esta fórmula dan fe no sólo los retratos de los presidentes franquistas de las Cortes que el ínclito José Bono se negó a descolgar de sus paredes, sino las numerosas calles y plazas que conservan el nombre de prebostes de la dictadura. Lo que en ningún otro lugar del mundo se permitiría, al considerarse apología de la violencia y de crímenes contra la humanidad, en España se asume todavía hoy con normalidad.
Muy criticado también ha sido el tratamiento legal de las exhumaciones. En vez de asumir directamente el Estado la labor de exhumación e identificación de los restos de las víctimas de desapariciones forzadas, el legislador opta por una curiosa fórmula de privatización de estas tareas. La ley establece el principio de colaboración de las administraciones públicas con víctimas, particulares y asociaciones que deseen conocer el paradero de los desaparecidos. Traducido a la práctica, esto supone que el Estado subvencionará los gastos en que incurran estas entidades a la hora de exhumar cadáveres, en vez de crear los mecanismos legales e institucionales necesarios para que sean las autoridades públicas las que realicen esta tarea. El mecanismo legal elegido es, en primer lugar, manifiestamente insuficiente para abordar una cuestión de orden público como es el tratamiento de cadáveres que aparecen en fosas comunes con signos de muerte violenta; y, en segundo término, escasamente reparador para las víctimas, máxime en tiempos de crisis económica y de gobiernos de la derecha reacios a destinar fondos para estas labores.
Aunque la ley reconoce un derecho ciudadano a la memoria personal y familiar, sus políticas de reparación a las víctimas distan mucho de hacer efectivo este derecho. Contiene medidas indemnizatorias para algunas víctimas, sí, pero estas medidas son fragmentarias, no alcanzan a todas las categorías de víctimas (por ejemplo, la cuestión del expolio económico sigue sin merecer ni tan siquiera una mínima reflexión pública) e ignoran toda la vertiente de rehabilitación moral. Sigue sin producirse una declaración oficial de perdón por parte del Estado español y falta un marco regulador de actos institucionales de rehabilitación a las víctimas, que brillan por su ausencia en el ámbito estatal.