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Se denomina “sefardíes” a los judíos que vivieron en la Península Ibérica y en particular a
sus descendientes, aquéllos que tras el Edicto de 1492 que compelía a la conversión forzosa o a la expulsión tomaron esta drástica vía. Tal denominación procede de la voz «Sefarad», palabra con la que se conoce a España en lengua hebrea tanto clásica como contemporánea. En verdad la presencia judía en tierras ibéricas era firme y milenaria, palpable aún en vestigios de verbo y de piedra. Sin embargo y por imperativo de la Historia los judíos volvieron a emprender los caminos de la diáspora, agregándose o fundando comunidades nuevas principalmente en el Norte de África, en los Balcanes y en el Imperio Otomano.
Los hijos de Sefarad mantuvieron un caudal de nostalgia inmune al devenir de las leguas
y de las generaciones. Como soporte de semejante nostalgia conservaron la lengua –el ladino, la haketía-, español primigenio enriquecido con los préstamos de los idiomas de acogida. En el español de sus ancestros remedaban los rezos y las recetas, los juegos y los romances.
Mantuvieron los usos, respetaron los nombres que tantas veces invocaban la horma de su origen, aceptaron sin rencor el silencio de la España mecida en el olvido.
La memoria y fidelidad de estos “españoles sin patria”, como se conoce también a los
Sefardíes, ha permanecido a lo largo de los tiempos en una numerosa comunidad que mereció el honor de recibir su reconocimiento con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1990.
Fue una decisión animada por el deseo de contribuir, después de cinco siglos de alejamiento, al proceso de concordia ya iniciado, que convoca a las comunidades sefardíes al reencuentro con sus orígenes, abriéndose para siempre las puertas de su antigua patria. El otorgamiento de este premio había sido precedido pocos años antes por un acontecimiento histórico: la primera visita de un Rey de España a una sinagoga. Fue el 1 de octubre de 1987 en el templo sefardí Tifereth Israel de Los Ángeles, California.
En los albores del siglo XXI, las comunidades sefardíes del mundo se enfrentan a nuevos
desafíos: algunas quedaron maltrechas en la furia de los totalitarismos, otras optaron por los caminos de retorno a la añorada Jerusalén; todas ellas vislumbran una identidad pragmática y global en las generaciones emergentes. Palpita en todo caso el amor hacia una España consciente al fin del bagaje histórico y sentimental de los sefardíes. Se antoja justo que semejante reconocimiento se nutra de los oportunos recursos jurídicos para facilitar la condición de españoles a quienes se resistieron, celosa y prodigiosamente, a dejar de serlo.
La formación en España de una corriente de opinión favorable a los sefardíes proviene de
tiempos de Isabel II, cuando las comunidades judías obtuvieron licencias para poseer
cementerios propios (por ejemplo, en Sevilla), y, más tarde la autorización para abrir algunas sinagogas.
Siendo Ministro de Estado Fernando de los Ríos se estudió por la Presidencia del
Gobierno y el Ministerio de Estado la posibilidad de conceder, de manera generalizada, la
nacionalidad española a los judíos sefardíes de Marruecos, pero se abandonó la idea por la oposición que se encontró en algunos medios magrebíes. También es de justicia reconocer que en 1886, a impulsos de Práxedes Mateo Sagasta, y en 1900 bajo la promoción del senador Ángel Pulido se inició un acercamiento hacia los sefardíes, y fruto del mismo el Gobierno autorizó la apertura de Sinagogas en España, la fundación de la Alianza Hispano-Hebrea en Madrid (año 1910) y la constitución de la Casa Universal de los Sefardíes (1920). Todo ello reforzó los vínculos entre los sefardíes y España.
Históricamente, la nacionalidad española también la adquirieron los sefardíes en
circunstancias excepcionales. Ejemplo de ello fue el Decreto Legislativo de 21 de diciembre de 1924, en cuya exposición de motivos se alude a los «antiguos protegidos españoles o descendientes de éstos, y en general individuos pertenecientes a familias de origen español que en alguna ocasión han sido inscritas en registros españoles y estos elementos hispanos, con sentimientos arraigados de amor a España, por desconocimiento de la ley y por otras causas ajenas a su voluntad de ser españoles, no han logrado obtener nuestra nacionalidad». Se abría así un proceso de naturalización que permitía a los sefardíes obtener la nacionalidad española dentro de un plazo que se prolongó hasta 1930. Apenas 3.000 sefardíes ejercitaron ese derecho.
Sin embargo, después de finalizado el plazo, muchos recibieron la protección de los Cónsules de España incluso sin haber obtenido propiamente la nacionalidad española.
El transcurso de la II Guerra Mundial situó bajo administración alemana a aproximadamente 200.000 sefardíes. Florecientes comunidades de Europa Occidental y, sobre todo, de los Balcanes y Grecia padecieron la barbarie nazi con cifras sobrecogedoras como los más de 50.000 muertos de Salónica, una ciudad de profunda raíz sefardí. El sacrificio brutal de miles de sefardíes es el vínculo imperecedero que une a España con la memoria del Holocausto.
El Decreto Legislativo de 21 de diciembre de 1924 tuvo una utilidad inesperada en la que
probablemente no pensaron sus redactores: fue el marco jurídico que permitió a as legaciones diplomáticas españolas, durante la Segunda Guerra Mundial, dar protección consular a aquellos sefardíes que habían obtenido la nacionalidad española al amparo de ese Decreto. El espíritu humanitario de estos diplomáticos amplió la protección consular a los sefardíes no naturalizados y, en último término, a muchos otros judíos. Es el caso, entre otros, de Angel Sanz Briz en Budapest, de Sebastián de Romero Radigales en Atenas, de Bernardo Rolland de Miotta en París, de Julio Palencia en Sofía, de José Rojas en Bucarest, de Javier Martínez de Bedoya en Lisboa, o de Eduardo Propper de Callejón en Burdeos.
Miles de judíos escaparon así del Holocausto y pudieron rehacer sus vidas.
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